martes, 22 de abril de 2014

Carta para Entropía: Sobre el jamás.

No comprendo.
Durante un momento, todo me parece lejano. No como siempre, no se parece a esa distancia que impongo como mecanismo de defensa entre mi universo y el de los demás. Esta vez es diferente. Sólo puedo pensar en alguien: Nirvana. Nirvana y su droga. Y lo que me dijo la primera vez que yo la probé. ¿Cómo te sientes? No recuerdo qué le respondí, pero sí tengo clara su respuesta. “Es como si no estuviera realmente aquí. Como si todo fuera un espejismo mío” y así me siento, de nuevo, pero sin estímulos. En otra dimensión. No, no es real, nunca ha sido real. Todo esto era ilógico desde el principio. Y sin embargo…
Lo único que me prueba que esto es real, que soy real, es el dolor. Y la realidad es que existe la muerte. Sé lo que es, creo tener una idea sobre ella. Por eso me da miedo: la muerte es un sinónimo de la palabra nunca. No creo en cielos ni en infiernos porque creo que la moral es un código de supervivencia necesario para los hombres. La muerte es un gran vacío. Silencio, finalmente, en un mundo de ruido. Dejar de pensar. La extinción de los cinco sentidos. Pero uno muere cuando cumple los ochenta años; a veces antes, a veces después. Hay amigos que uno tiene que mueren... Pero nunca se muere alguien tan cercano, no, no sucede. No puede ser así. Los hijos entierran a sus padres, y no viceversa. Es como cortar un tronco a la mitad. A la mitad de sus aspiraciones, de sus amistades, de sus proyectos… de su vida. Y algo tan doloroso no puede ser real. La vida no puede contrarrestar esto con felicidad, por maravillosa que sea. Por etéreo que sea el momento, por la promesa de que la vida puede ser buena, en ese estado de ánimo.
Yo solía pensar que la vida podía ser bella.
Y la verdad es que no.
La vida… es. No es bella, ni fea. Ni mala ni buena. Simplemente no sigue reglas. Tiene momentos, como diría Vallejo, como del odio de Dios. Y tiene también Momentos mágicos. Casi un equilibrio. Y en medio de los momentos, hay una rutina casi forzada, un tedio. Si la muerte es un gran vacío, la única forma de explicar la vida es un no-vacío. Pero aun así, está vacía. Vacía como la muerte está porque la muerte es tan grande que siempre gana. No es deprimente, simplemente es un hecho. Buscamos un poco de luz, imploramos por ella. Somos pordioseros del amor, mendigando unas palabras que nos hagan sentir mejor. Mentiras, quizás. Porque sabemos que entre la muerte y la vida, se puede decidir siempre… y sabemos que el vacío está allí, acechándonos, sabiendo que nos encontrará algún día. La neguemos o no. A veces sospechamos que el suicidio es un adelanto de lo inevitable, y casi parece sabio. Pero es más fuerte la esperanza. La posibilidad de estar equivocados.
También he llegado a pensar que la vida no tiene sentido. No sé si sea correcto afirmar eso. La vida tiene el sentido que nos enseñaron en primera, esa dirección. La caída.
Naces, creces, te reproduces y mueres. Los demás animales lo entienden muy bien. Apenas cabe tristeza en sus mundos, ellos no se plantean si son felices o no. El hombre es el único animal curioso y el más desgraciado de todos, probablemente. El más frágil, sin incisivos afilados ni garras para protegerse, inventando armas para adelantar lo que más teme. Inventando banderas y patrias, encarcelando a las aves para sentirse superior sin darse cuenta de que al construir edificios se aprisiona a sí mismo. Eso es, llámalo cárcel, llámalo hogar. Es la misma ave. La misma vaca que mata para convencerse de que tiene derecho, su holocausto atroz, su espejo de misma naturaleza de animal asustado. Y aquí sólo encierran en manicomios a los animales que dejan el miedo atrás. Que descubren la naturaleza, el sin-sentido, y como todos, no pueden soportarlo. Se dejan llevar.  El humano, cuando tiene conciencia inventa artes e inventa revoluciones, convencidos de la solidaridad del ser, creyentes de un porvenir que nunca verán. Pero conectan con los futuros cuerpos que no serán ellos, sabiendo que el mundo seguirá exactamente igual cuando ellos marchen, aunque jamás podrán volver a verlo.
Ya lo decía yo: la vida se parece a una sonrisa resignada.
Pero al fin y al cabo, un espacio donde cabe una sonrisa. Y merece la pena de la muerte. Te prometo que si te quedas, podrás verlo, Entropía. Así como te prometí un día que las cosas no serían lo que tú esperabas, así como te prometo ahora que morirás pero no lo harás sola.
Quédate un poco más. Sólo un poco más.
Te prometo que sonreiré contigo.
Y vivirás.



martes, 1 de abril de 2014

Sonambulismo I.

Ella era una Oniria jugando a ser Insomnia. Se creía rota, oscura, con ese aire de bohemia característico de los «salvajes». Lo cierto es que sus ojos despedían demasiado brillo, escondido bajo capas de discreción. Aunque había reducido sus horas de sueño a la mitad, por las tardes tenía que ignorar el cansancio,  su estado natural. Tomaba café demasiado amargo, fumaba dos cigarrillos diarios y después soportaba la sensación de asfixio que permanecía en su garganta. En resumen: estaba intentando despertar de un sueño demasiado largo, pero la costumbre no se lo permitía. 

El motivo era simple. Para ella, lo onírico había perdido su sentido. Tenía que ser realista de ahora en adelante, centrar los pies en la tierra y en lo importante. Buscaba respirar el aire del universo, ver todos los amaneceres y olvidar. Si quería conseguirlo, la única alternativa era dejar de dormir, aprender a hablar el idioma de la realidad. 

Hecha un manojo de nervios, sus sueños, antes vívidos, se habían tornado en imágenes inconexas. Sólo uno de ellos conservaba su forma. Se veía a sí misma en tercera persona, ajena, espectadora. Hablaba sola. Caminaba en una calle vertical, no exenta de gravedad, hasta llegar a una cafetería cliché con letreros apagados de neón y nombres en francés. 
Al abrirse la puerta, sonaba el repiqueteo (también cliché) de un puñado de campanitas. El ruido hacía que el mesero reparara en su presencia y le clavara una mirada azul cielo despejada de nubes. Tenía un semblante serio que contrastaba con el gato negro que simulaba un sombrero sobre su cabeza. 
Ella suspiraba, y eso la hacía recordar que estaba soñando. Buscaba manos o relojes* para despertar, pero las suyas no la obedecían, inertes a un costado de su floral vestido; y en el recinto ni siquiera corría el tiempo, los hombres vivían indiferentes a su mortalidad. 

Había vivido esa escena varias veces. Ladeaba la cabeza a la izquierda, entrecerrando los ojos y lo distinguía entre la multitud. Era un muchacho sentado en una mesa, de espaldas. Entrelazaba las manos con otra chica, que presumía una sonrisa fulgurante. Pero Oniria lo reconocía siempre, era inconfundible. 
Era Insomnia. Era él.
Y algo en el vestido, negro como los ojos de su acompañante, le susurró que en ese momento lo había perdido para siempre. Ella gritaba, y sus palabras salían claras y contundentes, pero nadie la escuchaba porque era un espejismo. Y comenzaba en ese segundo a sangrar. Dolor en el pecho, dolor intenso, dolor de siempre, dolor de días y de noches, dolor de olvido. Infarto psicológico...
Oniria despertaba, siempre a la misma hora, guardándose las lágrimas. Pero esa vez no pudo hacerlo. Abrió los ojos, se sacudió el pijama y se miró al espejo. 
«No volveré a soñar jamás, no volveré a dormir» decidió. Los días y las noches transcurrieron corriendo como arena en un reloj, y ella cumplió su palabra. En la reserva onírica, sus hermanos se preocupaban por ella. 
«¿No tienes sueño?» le preguntaban, y ella respondía con astucia «Sólo un poco» Aunque lo cierto es que disimulaba cada vez más la carga de su letargo, y se maquillaba las ojeras casi tatuadas. Pero la decisión había sido tomada. 
Oniria había despertado. 
De lejos, tres la acechaban.




*Supuestamente, en los sueños se distorsionan las imágenes de las palmas de las manos y los relojes. Una técnica para tener un sueño lúcido es ver tus manos sin asustarte y crear conciencia de que estás soñando.